15/11/17
Manuel Terán
Desde hace poco más de media centuria en toda América Latina ronda el romanticismo hacia la transformación violenta, lo revolucionario. Cualquier persona que se dedicaba a hacer tarea cultural debía abrazar el credo en boga, declararse abiertamente de izquierda o corría el riesgo de ser descalificado por toda una cofradía de importantes intelectuales que estaba en capacidad de sumir en el ostracismo a quien no compartía los postulados de moda.
Bajo esa coraza intelectual se han formado al menos cinco generaciones que han marcado la historia del subcontinente. Esto ha producido una vasta creencia acerca de que todo lo que proviene de lo llamado progresista y de vanguardia es lo bueno y lo conveniente para las mayorías. La realidad es que mientras se producía este debate estéril, otras regiones del mundo aplicando recetas prácticas avanzaron de manera notable haciendo crecer sus economías, generando empleo y mejorando su infraestructura y en un tiempo relativamente corto países que hace cinco décadas tenían un desarrollo menor que los sudamericanos ahora son un emporio en producción industrial y tecnológica y sus bienes se encuentran en todos los lugares del orbe.
Y el problema radica en que, cuando se tienen que adoptar decisiones para salir de problemas generados precisamente por esa clase de premisas que en lo primordial están preocupadas de halagar a incautos para mantener su hegemonía, la retórica retorna con palabras huecas que no aportan absolutamente nada sin que exista la genuina determinación de, en verdad, enmendar entuertos que amenazan tirar al traste cualquier mínima mejora que se ha podido construir a través de los años. Somos presos de una ideología que se encarga de desmantelar cualquier propósito que realmente ponga las bases de un desarrollo sostenible.
Se atiende exclusivamente los requerimientos de maquinarias estatales adiposas cuya práctica es restar recursos al emprendimiento y a la iniciativa. Todo se mira desde la óptica de lo político y, si desde hace años existe la acentuada sospecha hacia aquello que signifique prosperidad y riqueza en manos de los particulares, lo más fácil es contentar a las mayorías haciéndolas creer que sus proclamas van en dirección a atender sus reivindicaciones, cuando en la realidad les están sumiendo en la miseria. Hace falta sinceridad y transparencia, actuar con la verdad y desterrar el engaño y la mentira. No se superarán los escollos con las mismas recetas caducas e inservibles que han destrozado a los países, uno tras de otro.
Recordemos el desastre del experimento de la Unidad Popular en el Chile de los setenta, la isla desvencijada en donde la pobreza ha sido repartida a todos por igual y el experimento último, en el que la población del país con la mayor reserva petrolera del mundo vive debatiéndose entre la escasez y la miseria.
¿Eso es lo moderno y de avanzada? ¿Es esa nuestra aspiración como Nación?
*Este artíuclo fue originalmente publicado en El Comercio