27/10/2016
Por: Andres Ricaurte Pazmiño
La humanidad ha superado al menos en parte, las épocas de oscuridad en que grandes territorios eran liderados por un puñado de individuos que hacían y deshacían a su antojo todo cuanto involucraba al resto de ciudadanos, desde los derechos, que en ese entonces parecían una lejana ilusión, hasta los medios de producción y la riqueza, de esta manera, uno de los más importantes méritos de la modernidad ha sido lograr que el poder político del estado haya pasado de ilimitado en manos de un soberano absoluto cuya palabra era ley que actuaba como mandato divino, hasta la división y limitación de poderes con base en el ordenamiento jurídico y teniendo como centro a los ciudadanos. Este proceso que en teoría parte de la total libertad de acción individual, salvo cuando ella implica el uso de la fuerza y el engaño en contra de otros individuos y alude directamente a la relación entre particulares sin contener elemento explícito alguno de gobierno, en la práctica sobrevive gracias a un sistema organizado a través de un régimen que se encarga de contener precisamente los mencionados usos de la fuerza y del engaño, no solo entre los particulares sino también en aquellos a quienes se les ha confiado el poder de gobernar y que están armados con la influencia que ese poder involucra.
Con estos antecedentes, ha sido aceptada la democracia como la forma de gobierno más amigable con los derechos humanos, entendida como el gobierno del pueblo, representando –o al menos se supone- la máxima expresión de desarrollo y respeto a las garantías fundamentales. Esta se configura a través de tres bases que consisten en: división de poderes, descentralización y sociedad civil, compuesta por individuos voluntariamente asociados, independientes financieramente del estado, que se organizan para participar políticamente y para fiscalizar al poder gubernamental constantemente, y llamados a impedir que el gobierno se tome atribuciones sobre su libertad.
Décadas atrás algunos autores advertían su preocupación con respecto a la democracia, hablaban de una tiranía de la mayoría. Por una parte Ayn Rand se expresó diciendo que la democracia actuaba como un sistema social en el que el trabajo de cada uno, su propiedad, su mente y su vida misma están a merced de cualquier pandilla que pueda obtener el voto de una mayoría en cualquier momento y para cualquier propósito, sostenía que la democracia es en esencia una forma de colectivismo que niega los derechos del individuo: la mayoría puede hacer lo que quiera, sin restricciones. De manera parecida opinaba el argentino Jorge Luis Borges quien consideraba a la democracia como un abuso de la estadística carente de valor, estimando que la mayoría de la gente desconoce de los asuntos concernientes a lo que están eligiendo, dejándose engañar por un grupo de políticos que utilizan las promesas, amenazas y sobornos para hacerse populares ante todos y alzarse con el poder, oponiéndose por tanto a la democracia como idea salvadora para la mayoría de los países.
Por desgracia, estas inquietudes se hicieron realidad y efectivamente se evidencia que la democracia ha fracasado, para muestra la cantidad de ejemplos en que las mayorías han llevado al poder a los peores dictadores. Hoy, Latinoamérica sufre los estragos de este fracaso, atónitos observamos que mediante el voto popular auténticos déspotas pretenden controlar los destinos de sus ciudadanos en países como Venezuela, Nicaragua o Ecuador que han sufrido un terrible revés en lo que refiere a libertades civiles mientras la separación de poderes ha sido objeto de manipulaciones incluso legales –aunque no legítimas- de sus todopoderosos mandatarios, cuyos opositores y disidentes han sufrido toda clase de persecuciones y sanciones.
Esta decadencia de la democracia ha sido consecuencia de uno de sus más graves vicios, la sujeción a las decisiones de una mayoría profundamente apática, desinformada y manipulable, víctimas de la sensibilidad al carisma, la imagen y la repetición, que ha olvidado la importancia de las ideas, las pruebas, los argumentos y el razonamiento, una sociedad que destaca por su envidia a quienes más tienen y que ha sido forjada en la hipocresía, que piensa que porque algo no le gusta debería prohibirse y que no entiende que los derechos individuales no están sujetos a votación.
Con todo lo dicho, es necesario trabajar en la renovación del sistema democrático para empoderar al individuo sobre su verdadero rol, pues si bien reducir el tamaño e influencia del estado es importante, no puede dejarse de lado la trascendencia de la participación ciudadana a fin de entender a la democracia desde un punto de vista asociativo, el gobierno de todo el pueblo, actuando en conjunto como socios de una empresa, promoviendo el autogobierno. Solo de esta manera la democracia podrá resurgir una vez que logre entenderse y practicarse como un proceso complejo y de construcción práctica que requiere integrar la comunicación y la participación como elementos de su autodeterminación pues de nada sirve contar con un sinnúmero de derechos y libertades si nadie los usa, convirtiéndolos en objetos votivos, inútil palabrería progresista.
La base de toda decisión tomada en nombre de la democracia debe ser la dignidad, un ser humano tiene la misma estructura de derechos que otro, todos nacemos libres e iguales en derechos y eso tiene que estar garantizado, es la base de la humanidad, el respeto de nuestra individualidad frente a la individualidad de los demás, por ello con los peligros inherentes a todas las formas de poder y autoridad, está en nuestras manos decidir hasta donde queremos dejar que nuestros representantes lleguen, en nuestro voto radica el poder de caminar hacia el futuro, dar paso al libre mercado, la auténtica conquista de las libertades civiles y políticas y el absoluto reconocimiento de los derechos humanos, o destruir, catapultar al poder a autócratas que a través de embustes y espejismos se disfrazan de revolucionarios que pregonan su interés por ayudar a los más débiles, mientras enriquecen sus bolsillos, porque mientras este viejo modelo democrático siga imperando y los ciudadanos apoyándolo, sin tomar conciencia sobre nuestro compromiso como protagonistas y gestores de la toma de decisiones, nuestros países efectivamente cambiarán, pero de dueños, de dinastías que apuntan a eternizarse.